Luego de haber superado ¿con éxito? el altercado del autobomba y mi momento de calentura provocado por la comida afrodisíaca que el Cacho había preparado, yo, la Chona, me fui a apolillar.
Al otro día, cuando me levanté, no dudé ni un segundo en ir a buscar a la Dora, mi compañera de barrido. Hay a veces que nos ponemos a barrer por cuatro o cinco horas y le damos duro y parejo a todos los que viven en el barrio.
En esta oportunidá’ quería saber qué habían dicho las viejas arpilleras después de que yo me subiera al autobomba.
Me puse el delantal que me regaló el Ignacito, tomé la escoba, chupeteé dos o tres veces un mate amargo y fui a tocarle el timbre a la Dora.
Ahí salió la Dora, con la boca súper pintarrajeada de rojo, a las nueve y media de la mañana, de escoba y de cartera.
-De aquí me voy al walmar – me dijo.
-¿Te vai a comprá’, Dora? – pregunté.
-Sí. Tengo que comprar unos tapones – me informó.
-¿Tené’ problema con la luz? – volví a interrogar.
-No. Tengo problemas con la cuevita… Tampones necesito – me confesó.
-Ahhhhhhhhhh – y no volví a preguntar nada más.
-Che, Dorita… vos sabés que el pelado de la otra cuadra, viste el de la casita beige… bue… se la está volteando a la rubiecita de acá enfrente. Todas las noches a la hora en que yo salgo a sacar la basura lo veo entrar. Y más tarde, cuando salgo a putear a los gatos y a los perros que me rompen las bolsas, lo veo salir muy peinadito. Bah, qué digo peinadito, si no tiene ni un pelo.
Justo que estábamos en ese momento que a nosotras nos encanta, el de darle a la lengua sin parar, me sonó el celular.
-¡Qué buen ringtone! – largó la Dora.
“La vecinita tiene antojo…”, sonaba el celular esperando a que yo lo sacara del bolsillo del delantal para atender esa llamada.
-¡¡¡Hable…!!! – atendí muy cordialmente.
-Si, señora… le hablamos de la Escuela Superior de Comercio Jerónimo Luis de Cabrera. Le está hablando la Directora, Matilde Ferraro, y es para comunicarle que a su hijo, Ignacio, lo hemos pescado masturbándose en el baño del establecimiento. Necesitamos hablar con usted lo antes posible – me solicitó la docente.
-Quédese tranquila señorita maestra. Me saco el delantal y salgo volando pa’ allá – le informé a la directora. Y paradójicamente me fui volando.
Un estado de nervios se apoderó de mi, de tal forma que no sé qué le contesté a la Dora cuando me preguntaba “¿te pasa algo?”
Inmediatamente después del llamado y luego de veinticinco años sin fumar, me dieron unas ganas irrefrenables de fumarme un cigarrillo. Pero no tenía ni uno y tampoco tenía un peso para comprarme una etiqueta. Debía calmar mi ansiedad y mis nervios. Por eso fui al ropero del Cacho, que de vez en cuando se fuma un puchito, y empecé a hurgar. Después de revolver unos cuantos calzoncillos amarillentos y un par de medias agujereadas encontré una etiqueta de Saratoga que debía tener, aproximadamente, siete años. Saqué un cigarillo, lo encendí y le pegué una profunda pitada que me llenó de humo los pulmones.
Luego de la segunda seca, comencé a experimentar una sensación de comezón en los pies, más tarde a no sentirlos y después a creer que estaba flotando. Comencé a divagar y a reírme sola mientras miraba el velador; ese feo velador que compramos cuando nos casamos ahora había adquirido la forma de un elefantito multicolor muy divertido.
Me apresuré a arreglarme mientras todo daba vueltas por mi cabeza. Alcancé a ponerme una remera fucsia con unas calzas lilas y tacos altos, y salí.
Paré el colectivo de un solo silbido. Me sorprendió que ahora dejen conducir a los animales. El chofer tenía cara de jirafa con camisa celeste.
Al llegar al establecimiento educativo me atendió el portero.
-Busco al señor Sarmiento Domingo Faustino – le informé.
En el acto se me acercó la directora y me dijo:
-Mire señora. Esto no puede seguir. Va a tener que encasillar a su hijo…
Y mientras ella me hablaba yo dibujaba autitos sobre el escritorio y amenazaba con tirar todas las carpetas al suelo.
-No ze ponga loca… directorcita… Disfrute de la vida – le dije muy dulcemente mientras la abrazaba y le daba un beso en la mejilla.
Los ojos desorbitados de la educadora daban a entender que no comprendía con qué espécimen de madre estaba tratando.
Cuando volví a casa, en ese estado de paz eterna, me senté en la mesa junto al Cacho y le comenté: “Cachito… esos puchos que vó’ tení en el ropero deben estar vencidazos. Deben haber expirado. Me fumé uno y casi chau pinela”.
-¿Que te fumaste qué? – me preguntó el Cacho.
-Un Saratoga de esos que tení encanutados hace como mil años.
-No, viejita. Esos son unos porritos que me quedaron de mi época de hippie – me informó el Cacho.
-Con razón me pegaron tan bien. Parece que hubiera tomado como dieciséis Alplax juntos.
El Cacho se me acercó, me abrazó, me contuvo y al cabo de diez minutos estábamos compartiendo un porrito mientras nos moríamos de risa con una película de guerra.
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